martes, 1 de febrero de 2011

LA COLUMNA DE APARICIO - LA RASPADITA Y EL NACER DE UN PSICÓPATA


Teniendo en cuenta el éxito arrollador que tuvo la primer columna del Sr. Aparicio Corini en los medios de comunicación (2 me gusta en Facebook y una puteada de la cajera de la Esso) es que Subite que nos vamos apuesta a una nueva emisión, haciendo caso omiso de aquel trillado refrán que dice que las segundas partes no solo llenan las pelotas sino que además, son siempre peores que la primera. Sin más preámbulos, quedan en manos de este señor…




Sr Aparicio Corini


En el mundo hay tantos vicios como gente para tenerlos. Esto demuestra la infinita inteligencia de la madre naturaleza, que no se queda en la chiquita de tener tres o cuatro, y te encaja una cantidad variada e importante para que uno pueda elegir con cuál se abraza y se hace mierda y con cuál no.


Los hay de todo tipo y color (entre los que se destacan el blanco y el verde) desde épocas remotas (según el Instituto de Paleontología de la ciudad de Roma, en el año 2500 a.C. se habría inventado un juego llamado Kani, muy parecdio al Kini, en donde se depositaban pequeñas semillas en un coco abierto al medio, con un agujero debajo, para que caigan los números ganadores. La gente se reunía alrededor de una persona que oficiaba de conductor, llegando a la afirmación no oficial de que quien los llevaba adelante en aquella época era, como en la actualidad "el inmortal" Rodríguez Tabeira).  


Basta sentarse en la puerta de un kiosco y ver la actitud de cualquier niño que con cinco años (edad mínima para que un tío al que le pesan las pelotas se quede haciendo cebo y mande a su sobrino a jugarle a la quiniela al kiosco de “Carlitos”, un viejo degenerado que tiene como único fin pasar pibes para la cueva; condición que lo hace incapaz de decirle a ese lindo nene “mijo, pero vos tenés cinco años, y los juegos de azar son para mayores de 18”) camina dos cuadras con un papelito lleno de numeritos que no comprende, pero sabe que si se los da a “Carlitos” (el bufarrón del kiosco) el tío va a quedar contento y le va a regalar el vuelto.

“Nada tiene de malo” piensa el tío al que le pesan las pelotas, mientras juega al Sonic (juego característico de las generaciones nacidas entre el 84 y el 90, en donde un bicho azul corre como adicto atrás de un montón de monedas) con el Sega de su sobrino (nótese la antigüedad de la tecnología utilizada en la casa de este pre púber y el grado de pajerismo del tío) sin ser consiente de lo que pasara cuando el niño crezca y se vuelva un timbero de ley.

Pero la excepción que confirma la regla no se hizo esperar, y la madre naturaleza se cagó en todos nosotros permitiendo que la lotería de Agencias y Quinielas sacara hace unos cuantos años, a modo de prueba para lograr cambiar sustancialmente este fenómeno, las famosas raspaditas.

No existe en el mundo un juego tan despiadado como el de la raspadita, fomentador de las más insanas y escondidas actitudes humanas desde que empieza hasta que termina, con niveles de estrés y adrenalina comparables a una vuelta bien despacio en la montaña rusa del Parque Rodó (reconocida por grandes empresarios como la montaña rusa mas peligrosa del mundo: "sentís todo el tiempo que se va a desarmar" grito uno de estos magnates de los parques de diversiones después de tocar tierra firme).

Acá no corre la miradita a trasluz (utilizada por algunos paladines de la estafa a la hora de buscar una tapita que diga “te ganaste una Pepsi 1.25”) ni la tocadita (utilizada comúnmente para verificar que el helado palito al que tuviste acceso tiene, en efecto,  la frase “VALE OTRO”), sino que uno debe, realmente, quedar librado a la suerte, o más bien, a la suerte de Carlitos (el bufarrón del kiosco), el verdadero “vivo” en todo esto.

Pero volvamos a lo nuestro: en un principio las raspaditas cumplieron su función, ya que los niños, en lugar de ir a jugar copiando el ejemplo del tío (una quiniela) se divertían más sanamente jugando a la raspadita, que aunque es lo mismo, alguna especie de convicción pelotuda nos hace creer que es menos adictivo.

Así, forjamos con valor a ese futuro timbero, que si la suerte lo acompaña, cuando tenga 12 va a esconder con gran habilidad la cartera de la tía, sin que nadie lo vea, para poder ir con el botín a la esquina de Carlitos, no a comprar caramelos ni figuritas, sino raspaditas. Lejos está aquel niño de entender la gravedad del asunto, y más lejos todavía, de ganar un mango.

Siguiendo los pasos específicos de los más “grandes” (siempre hay algún veterano que le va a enseñar a tu hijo, sobrino o nieto a hacer una cagada. Es inevitable; algún tío o padrino va a terminar con tu hijo en un putero mirando un montón de viejas gordas en pelotas: una imagen que destruye cualquier intento de seguir con una juventud normal) es que a los 15 años, ese niño se transforma en un maestro de la carterología (ciencia que estudia la manera en que un chorro te lleva la cartera, utilizando el termino cartera como una generalización), deja tres compañeritas del liceo embarazadas, se pelea cada vez que sale y a pesar de que los padres se están dando cuenta de que el joven timbero tiene un problema, prefieren echarle la culpa a la falopa y al programa de Tinelli, mientras se van un fin de semana en la camioneta de Carlitos (que gracias a la cantidad de raspaditas que vendió pudo comprar una L200 por mercado libre).

En esta etapa, el joven comienza a darse cuenta de que el liceo no cumple la función que él desea (o sea, conseguir más guita para poder comprar más raspaditas) y decide explorar otros horizontes a la espera de encontrar su lugar en el mundo, ¿y qué mejor oficio que el de rockero para poder ganar plata y comprar más raspaditas?

Decidido a llevar la vida de una estrella de Rock, aprende guitarra y se arma una banda de nombre "Los hígados de la abuela", pero lo único que consigue es darle la razón a los padres, que cada día afirman su teoría de que la culpa de todo la tienen la falopa y lo mandan a un internado.

Las historias de este tipo son miles, y la cantidad de por menores que el consumo de raspaditas genera, millones, así como los niños que sin darse cuenta, permiten que un tío de mierda y un kiosquero bufarrón les caguen la vida.

La columna de hoy busca concientizar a varias personas: a ese tío para que se levante de la silla, tire el Sega a la mierda, y se consiga un laburo de oficinista en Zona América o afines; a ese Kiosquero bufarra, para que con la guita que gana de las raspaditas, se pague una mina y termine con ese vicio inmundo que trae desde la cuna, y a la Agencia de Loterías y Quinielas, que gracias a esta columna, seguro vende alguna raspadita.

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